Paciencia e ira
Acercarse a Dios exige cultivar las virtudes y desarraigar sus vicios contrarios. La paciencia, o tolerancia, es la virtud que necesitamos, si queremos superar el pecado mortal de la ira. Es un sentimiento de odio desmesurado e incontrolado que puede expresarse de forma destructiva.
Acercarse a Dios exige cultivar las virtudes y desarraigar sus vicios contrarios. La paciencia, o tolerancia, es la virtud que necesitamos, si queremos superar el pecado mortal de la ira. Es un sentimiento de odio desmesurado e incontrolado que puede expresarse de forma destructiva.
El peligro
La ira es una reacción sana ante los actos de injusticia y la ruptura de las relaciones correctas. Asimismo, ejercida adecuadamente, puede incitarnos a responder a tales actos trabajando para restablecer el orden adecuado. De este modo y en esta medida, la ira sirve a la causa de la justicia.
Sin embargo, la ira puede convertirse fácilmente en cólera y agravar el trastorno, en lugar de servir como catalizador para su corrección. Además, es peligrosa, porque es difícil de controlar. Según el Dr. Andrew Newberg, neurocientífico de la Universidad y Hospital Thomas Jefferson y autor del libro How God Changes Your Brain (2009) [Cómo Dios cambia su cerebro], la ira trastorna los lóbulos frontales de nuestro cerebro, donde reside el control ejecutivo. En consecuencia, cuando estamos enfadados, disminuye nuestra capacidad de ser racionales y la conciencia de que estamos actuando de forma irracional. Además, cuando se interrumpe el funcionamiento de los lóbulos frontales, resulta imposible escuchar y sentir empatía por el otro.
Considere, por ejemplo, la “furia al volante”. Un conductor hace algo (o se percibe que ha hecho algo) para alterar el orden en la carretera. El conductor afectado responde con un enfado que estalla en ira o rabia. El restablecimiento del orden mediante una corrección del comportamiento, unida a la reconciliación entre los conductores, se pierde como fin. En su lugar, el conductor, consumido por la ira, sólo busca herir o destruir la causa del desorden en un arrebato de pasión.
Ira mortal
La ira que se convierte en cólera no contribuye en nada a restablecer la justicia. Por el contrario, contribuye a la injusticia a través de un doble movimiento de destrucción: exteriormente contra la causa percibida o real del desorden, tratada en la sección anterior; e interiormente contra la persona enfurecida.
Dado que la ira es intrínsecamente desordenada, no podemos ceder a ella y permanecer impasibles ante su destrucción de las relaciones correctamente ordenadas. La ira nos aleja de Dios, de nuestro prójimo, de la creación y de nosotros mismos. Es un pecado mortal, precisamente porque tal alienación es la muerte espiritual para un pueblo hecho para la comunión.
Un remedio
La virtud de la paciencia, o tolerancia, puede sin duda ayudarnos a resistir el impulso hacia la ira cuando estamos enfadados. La paciencia puede ayudarnos a evitar reaccionar negativamente ante la provocación. Esto da tiempo a que la ira retroceda y a que tanto la justicia como la misericordia de Dios guíen nuestra respuesta. En los Evangelios, Jesús ofrece una gran cantidad de consejos para construir la paciencia y evitar la tentación de la ira: practicar el perdón, rezar por nuestros enemigos, trabajar por la reconciliación, pasar tiempo en silencio en comunión orante con Dios, ofrecer nuestro sufrimiento en amor abnegado y evitar el “ojo por ojo” como respuesta a la injusticia.
La mansedumbre como mentalidad
“Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11,29).
La mansedumbre connota paciencia, suavidad, gentileza, bondad y rechazo tanto a la ira como al resentimiento. Toda la vida de Jesús da testimonio de su mansedumbre. Desde su nacimiento en un establo hasta su humillante muerte en la cruz, los Evangelios relatan la historia de cómo Cristo se despojó de sí mismo por amor a Dios Padre y a nosotros. Obedeció humildemente todas las órdenes que escuchó de su Padre celestial, aceptando una corona de espinas, en lugar del poder y la fama que le ofreció Satanás en el desierto. Se arrodilló para lavar los pies de sus Apóstoles y permaneció en silencio ante las falsas acusaciones de las autoridades, en lugar de demostrar su poder para acallar a sus críticos.
¿Cómo pudo hacerlo Jesús? En él existía un orden perfecto. Su voluntad y deseos humanos estaban sometidos a su razón, por lo que nunca se sintió inclinado a enfurecerse, ni siquiera ante el trato más horrible. Así, fue capaz de rezar por sus perseguidores y perdonarlos. Su mansedumbre no era debilidad; de hecho, revelaba la fuerza de su autocontrol y, en última instancia, de su amor.
La mansedumbre, tal como la modeló Jesús, es una salvaguarda contra los estragos de la ira. Requiere que nosotros también nos vaciemos del falso yo y nos humillemos, haciéndonos obedientes.
Doug Culp es el canciller de la Diócesis Católica de Lexington.